Al citar a los pigmeos, muchos bantúes, la etnia mayoritaria de Camerún, dicen: "Mi baka". Y se refieren a ese hombre, mujer o niño que trabaja para ellos en la casa o en el campo. O en ambos. Criados o esclavos. A veces es un individuo; a veces, familias completas.
"Si aquí enferman y mueren de ese mal del corazón que dice, quizá deberían irse a otro lugar del bosque", le sugiere alguien a Romeo Ntinty, de 42 años, jefe bantú del village de Ajoameoojh (unos 400 habitantes), cerca de Lomié, al este del país. Él se queda sorprendido con la sugerencia. Y algunos de los Angoula, la familia a la que se refieren, se van congregando, en silencio, observando a los visitantes, periodistas y trabajadores de la ONG Plan Internacional (de sus delegaciones de Camerún y España; esta última organiza el viaje) llegados hasta su campamento para observar sus condiciones de vida, como población indígena y minoría étnica que son. "Los pigmeos no tienen derechos sobre la tierra ni documentos de identidad; muy pocos están escolarizados; sus condiciones de salud, higiene y alimentación son precarias, y dependen para subsistir de otras tribus...", había resumido antes, en Bertoua, Denis Tchounkeu, coordinador del programa Derechos y dignidad de los baka, en marcha en esta zona en la que la ONG se implica desde hace dos lustros (de hecho, los primeros niños que apadrinaron al llegar al país en 1986 fueron pigmeos).Los Angoula y sus vecinos viven en chozas llamadas mongulus; en pequeños claros que son un respiro en esta selva tupida, opresiva, abrasadora, en la que todo es exceso: la luz, el calor, los tonos de verdes y los mosquitos. Hace años, para encontrar pigmeos (para ellos, este término es peyorativo; prefieren ser llamados baka o badgeli) era necesario internarse en el bosque hasta toparse con esas construcciones minúsculas recubiertas con hojas secas de palmera, donde viven casi agazapados a la espera de salir de caza. Nómadas en sociedad cohesionada -organizados en matrimonios monógamos y familias nucleares abiertas, los niños son libres y se buscan la vida solos, los jóvenes solteros disfrutan del sexo, hay divorcio y los ancianos son autoridad-, se establecen en un lugar, y no sólo es la búsqueda de sustento lo que les hace moverse, también la muerte: cuando alguien fallece, se trasladan y lo dejan en paz. Ahora, a los baka se les ve cada vez más en los bordes de la jungla, deambulando en esa tierra de nadie que son las pistas forestales...
Una larga caminata por una senda zigzagueante jalonada de arbustos y de especies gigantescas de árboles nos ha traído hasta aquí. Hasta un paraíso. Y eso que sólo se trata de las estribaciones de la selva húmeda, una de los grandes bosques de África Central; más exactamente, la zona del campamento BA1 del parque natural de Dja, Reserva de Biosfera de la Unesco y Patrimonio de la Humanidad. La mayor parte del territorio aquí continúa siendo virgen. Y ahí, en su interior, los baka son maestros.
"No", responde el jefe bantú, Ntinty, rotundo a la propuesta de traslado de la familia Angoula. "No pueden irse". ¿Por qué no? "Porque ellos trabajan para mí. Trabajan para mi familia desde hace décadas". ¿Quiere decir que es usted su propietario? "Sí, antes pertenecieron a mi padre, y ahora, a mí". Y para certificarlo, escribe los nombres de las familias de su propiedad en la libreta: los Wombo, los Ngopka, los Mbelanga.
"La esclavitud existe. Pero, aun cuando no sea así, el Estado mismo y los bantúes no nos reconocen como ciudadanos de derecho", había contado en Lomié el presidente de Asbak, Valere Akpakoua, una ONG integrada en la red RACOPY, que agrupa a otras locales con objetivo común: mejorar la vida de su pueblo. "Y hoy, al contrario de lo que sucedía antaño, las relaciones bantúes-pigmeos son de confrontación. Hay mucho conflicto sobre la tierra. La necesitamos para sobrevivir".
Que los Angoula son pigmeos salta a la vista. Al igual que lo son los individuos que surgen, ahora y luego, aquí y allá, de entre la vegetación, machete en mano y con un saco a la espalda de tela o paja trenzada, que sujetan con correas a la cabeza, para transportar frutos, cortezas, bayas, leña... Cuerpos adultos con talla de adolescentes y cráneos grandes, piel oscurísima, pelo negro y rizado, los ojos saltones, la nariz ancha y aplastada, los labios prominentes. Son descendientes de los primeros habitantes de Camerún, una de las etnias más antiguas de África. Se calcula que son unos 300.000 en una decena de países. Y con un futuro incierto. Como les sucede a la mayoría de pueblos indígenas, esos casi cinco mil grupos étnicos en el mundo (unos 300 millones de personas). "El derecho internacional ha reconocido ampliamente sus derechos territoriales, pero no existe lugar donde estén libres de persecución", apuntan en Survival Internacional.
El territorio de los baka es el bosque. Y, como cazadores virtuosos, se nutren de la caza del antílope, cerdo, mono...; de la pesca y la recolección. Curanderos reconocidos, saben utilizar la selva como farmacia gigantesca en sus raíces, cortezas, hojas. Amantes de la música y el canto (hay un grupo, Baka Gbine, que ha viajado a Europa, ver www.baka.co.uk), para ellos el bosque está repleto de sonidos y mensajes, tiene su propio espíritu, Edjengui, el dios generoso y personal que les proporciona cuanto necesitan.
En simbiosis han vivido durante siglos y nunca fue problema para nadie. Hasta que la explotación de la madera, el oro verde, ha comenzado a adquirir dimensiones colosales. El ingreso por las exportaciones del sector maderero en Camerún se ha multiplicado por 25 en una década. Y las selvas tropicales aquí se han convertido en botín para las empresas forestales, los cazadores furtivos, los madereros ilegales; para las arcas del Estado y para mucho intermediario. Para comprender el volumen del negocio, basta intentar entrar por carretera a la capital, Yaoundé, al caer la tarde. Allí está la escena: kilómetros y kilómetros antes de llegar, los camiones aparcados en las cunetas, cargados de cuatro o cinco ejemplares de árboles, a la espera de cruzar la ciudad. "Sólo se puede de noche, hasta las siete de la mañana; luego seguimos camino a Douala, al puerto, a Europa", cuenta François Tsabang, uno de los conductores.
La madera exótica está de moda en Europa. Italia y España son de los mejores clientes. El Estado es propietario de los bosques y existe una legislación clara sobre su explotación, pero "no se aplica", dicen en la Organización Internacional de la Madera Tropical (OIMT). La jungla está cedida a pedazos a compañías que talan al mismo ritmo que acaban con la flora y expulsan a la fauna (hombres incluidos). Nueve empresas extranjeras (datos de 2004) tenían 3,15 millones de hectáreas de concesiones (de una zona forestal permanente de 12,8 millones de hectáreas, ese mismo año; para la FAO eran 16 millones en 1989). Una segunda Amazonía.
El sudor cae a chorros sobre los rostros de todos en la reserva de Dja. Posa el patriarca Angoula con Ntinty para las fotografías, y entre ellos, aunque se les pida que se acerquen, queda siempre un hueco, un espacio físico, una distancia inmensa. Quizá la percepción de la posición que cada uno tiene de sí y del otro. "La autoestima. Individual y de grupo. Fuera del bosque no existe. Somos los últimos de los últimos", había afirmado en Abong-Mbang Heleine Aye Mondo. Ella es la fundadora de Caddap, una asociación cuyas siglas la definen: centro de acción para el desarrollo permanente de los pigmeos autóctonos. ¿No es ella misma una excepción, como mujer y como baka?: "No creas, entre nosotros la mujer es fiera y ocupa un rol muy poderoso: construye el mongulu, trae a los hijos, los educa y no hay ninguna decisión que el hombre no le consulte". Y puntualiza: "Yo misma no obtuve mi ciudadanía hasta 2003". Muestra un papel, el gran logro último: un certificado de nacimiento que permite obtener la tarjeta de identidad. "Muchos pigmeos no saben ni del uno ni de la otra; ni cómo conseguirlos. No controlan la lengua oficial, ni los mecanismos administrativos, ni dónde hacerlo. Sin papeles no existimos".
Unos 50.000 baka habitan este país que es como un tesoro (se calcula que en Congo son cuatro veces más). Abres la tapa de este arcón de 475.500 kilómetros cuadrados, poco menos que España, y allí se reúnen todos los paisajes y climas (sabana, al norte; tropical, en el resto), 240 etnias y otras tantas lenguas. Camerún lo tiene todo: el monte homónimo, de 4.100 metros de altura; 400 kilómetros de costa y unos 16 millones de hectáreas de bosques. "Hay casi el doble de zonas naturales y de especies protegidas que en Kenia, pero pocos lo saben", dice Esther Ekoye, la ingeniero agrícola de Plan que ha preparado nuestra ruta. "La pequeña África", la llaman, de tanto que posee este país con crisis económicas recurrentes: ocupa la posición 148 de 177 en el Índice de Desarrollo Humano de la ONU; el 22% de la población urbana y el 50% de la rural vive con menos de un dólar/día. Y entre las etnias que conforman sus 17 millones de habitantes, esa "tribu de enanos" que gritaban los exploradores del siglo XIX a los cuatro vientos siempre fue preciado objeto de literatura, asunto de atracción casi mitológico. Lo sigue siendo: los pigmeos son esos tectón de ficción del africanista Albert Sánchez Piñol en su novela Pandora en el Congo. O cinematográfico: el drama titulado Man to man, de 2005, cuenta la historia tan común de dos pigmeos trasladados en jaulas a Escocia para ayudar a buscar el eslabón perdido. U objeto de investigación, como el homo floresiensis, descubierto en la Isla de las Flores, que sería cual pigmeo de los pigmeos actuales (1,50 metros), pues sólo medía 1.10. Incluso su organización social prehistórica es alabada hasta el punto de ayudar a explicar hoy modelos de management: así lo hace en su Equipos de alto rendimiento: lecciones de los pigmeos, el profesor de Harvard Manfred F. R. Kets de Vries. "La sociedad pigmea es un buen ejemplo de lo que puede hacer la confianza a la hora de simplificar y agilizar los procesos de toma de decisiones, y ofrece varias lecciones útiles para crear equipos de trabajo eficaces".
Lo pigmeo en el imaginario colectivo. Al preguntar al director de Plan en Yaoundé, Amadou Bocoum, por los grupos más primitivos, aquellos que se escarifican la piel, danzan en ceremonias secretas o prohibidas o permanecen desnudos, él se sorprende. El tópico del antropólogo a la caza de culturas milenarias antropófagas sobrevuela la escena. "Ya no existen como tal. Todos tienen contacto con la civilización. Ésa es su realidad hoy y su drama. Nosotros debemos trabajar por la modernidad", concluye. Y, desde sus dos metros de altura, dice que él procede de Mali y que su tatarabuelo también fue nómada. Sonríe como diciendo: "Y en este mundo ¿quién no lo es?".
Si han de asentarse, que lo hagan bien, parece ser la filosofía de ésta y muchas organizaciones de ayuda a los pueblos indígenas. Otras, como Survival Internacional, también, pero ven en el propio proceso de asentamiento un mal ya vivido una y otra vez que provoca males mayores: muertes por enfermedades de contacto, obesidad por sedentarización y alimentación procesada, suicidios, adicciones... Su informe de agosto último lo dice todo: El progreso puede matar. "Los proyectos que desalojan a los indígenas de sus tierras e imponen el progreso causan una miseria incalculable. Esto no es sorprendente: el progreso -la convicción de que 'nosotros sabemos más'- comparte con el colonialismo el efecto de apropiación de tierras y recursos nativos. Los indígenas no sobreviven a esta situación. Por el contrario, cuando están en sus propias tierras y eligen su propio desarrollo, simplemente prosperan". Para ilustrarlo, una frase de un bosquimano: "Primero nos hacen indigentes, al quitarnos nuestras tierras, nuestra caza y nuestro modo de vida. Luego dicen que no somos nada porque somos indigentes".
Al avanzar por la selva, suena una música de insectos y pájaros siempre de fondo... Y de muchas cosas más que el visitante no identifica. Mejor. Dicen que aquí abundan los gorilas de llanura, que hay elefantes, leopardos, más de 300 especies de pájaros, camaleones, tortugas y ¡pitones y víboras...! Mejor no pensarlo y rememorar la anécdota que narra la única guía en castellano sólo de Camerún que encontramos en España. Su autor es Joan Riera, africanista y antropólogo apasionado del país: "En 2000, dos guardas forestales afirmaron haber visto a un gran reptil... Los baka hablan de que habita pantanos y ríos remotos de la jungla... Algunos de sus cazadores dibujan la silueta del gran lagarto de cuello largo en el barro fresco... Podría tratarse de uno o varios ejemplares de saurópodo, especie de dinosaurio semiacuático que mediría más de 10 metros y se habría extinguido hace millones de años". Lo llaman mokele mbembe, "el que para las aguas del río".
El día anterior nos detuvimos en dos asentamientos baka a pie de pista (en la mayoría de recorridos por el Este no hay carreteras asfaltadas; las mejores pistas están en las explotaciones forestales), el de Mayos y el de Menzoh. El primero está dirigido por un jefe baka, Lazard Ngongo, y una jefa de desarrollo, bantú, Georgette Natouma. Una excepción. Cuenta con medio millar de habitantes de las dos comunidades, que habitan en casas de barro; disponen de escuela mixta, pozo y letrinas comunes, además de un museo donde exponen objetos que los relacionan con su forma de vida tradicional. Monitores bantúes y baka, Colette Yie y Mathieu Sangou, muestran cada objeto con orgullo: armas de caza, cestos, el traje de madera para las ceremonias o ritos iniciáticos. El jefe Ngongo, bajo de talla, dientes afilados como es costumbre, gran bigote y ojos enormes, hierático, habla de las grandes dificultades para sobrevivir. Añade: "Plan ha construido nuestras casas y me ha dado el móvil. Se lo agradezco". El centro de salud más cercano está a 10 kilómetros. Y eso obliga a la curandera, Therese Lendo, de 50 años, a trabajar extra: "Los ataques epilépticos, las locuras de la cabeza y cosas de mujeres", dice, es lo que más trata. "En el bosque vivimos mejor", comentan algunos hombres, "pero hay restricciones de caza".
Plan asegura que esta comunidad y la de Bosquet y Bonando, que visitaremos luego, es donde más se aprecia lo conseguido: interacción, intercambio, participación, escolarización, formación técnica y agrícola... Por primera vez hay un consejero municipal que es baka, y en Bertoua, un grupo de ellos emiten un programa de radio que es como un grito, Baka, je suis. "Nutrición, educación y tierra". Ése, decían en Asbak, es el secreto para que su cultura sobreviva. "Y el cambio de mentalidad que llegará en la siguiente generación".
El asentamiento de Menzoh es bien distinto: niños malnutridos, jóvenes pululando desocupados, ancianos deteriorados y la mayoría de hombres adultos alcoholizados, la única actividad posible en este lugar de casas de barro barridas por el polvo rojizo que levanta el trasiego continuo de camiones. Un reguero que viene de los países vecinos. Como las lágrimas de ese bosque "que llora", que dicen ellos. Y sí, podría ser: basta ver los troncos gigantescos de sapelli, moabit, ayous, azobe e iroco cruzar en toda su longitud a cada rato... "Ése, cien años; ése, más; ése, otros tantos...". Quizá no sea llanto, pero sí la prueba evidente de que el mundo pigmeo se desvanece ante sus propios ojos. Y no se engañan. Para confirmarlo les bastaría consultar los informes de organizaciones como la OIMT, del IWGIA, del WWF o el WRM en Internet. Sirvan los de Greenpeace: "El bosque africano de los grandes simios se extendía antaño a lo largo de África, desde Senegal a Uganda. Ahora no. Cerca del 85% de este bosque primario se ha destruido y la industria maderera amenaza el resto. Desde la pasada Cumbre de la Tierra de Río, África tropical ha incrementado en un 25% su tasa de deforestación. Y una parte de esta región ha incrementado su producción de madera en más de la mitad desde mediados de los noventa".
Al marchar, la comunidad de Menzoh en pleno se reúne para una foto: caras tristísimas, deterioro físico apreciable. Nada que hacer, poco que comer y menos que desarrollar, sin formación para los nuevos tiempos. Sólo el círculo vicioso de las ayudas de las ONG, que ellas mismas intentan como pueden romper. Pierre Katabo, director de Plan en Bertoua, califica su tarea de emergency action: "Sus condiciones lo son, necesitan desarrollarse, es urgente darles capacidades para vivir por sí mismos".
Yendo más hacía el Este, camino de Yokadouma, donde se concentra un 40% de pigmeos, entre camiones averiados en mitad de las pistas y asentamientos, cruzamos poblados madereros que lucen como uno imagina debían ser los mineros en el Oeste americano: olor a madera mojada, luces tenues, mucho hombre y herramienta, la cantina y las prostitutas sentadas en los bungalós. Por supuesto, mejor no parar, ni traspasar verjas, ni acceder a las pistas reservadas, ni preguntar siquiera. "Es verdad que las madereras dan trabajo, pero los grandes beneficios no son para la comunidad, sino para los intermediarios", cuenta Victor Amougun, presidente de la ONG Cefaid. Añade que en Yokadouma, ciudad de frontera con la parafernalia propia de su condición (pobreza, delincuencia, misioneros, burdeles, mucha tienda, mucho tráfico y muchos recién llegado en busca de oportunidades), la situación para los baka es extrema. "En todos lados los consideran intrusos". Desde su asociación les acompañan y asesoran para que sepan defenderse con la burocracia y las leyes. Que denuncien abusos. "El gran problema es la ignorancia. Su sabiduría sobre el bosque es inmensa, pero nadie la reconoce". En Congo, dice, emplean a muchos como guías. "Aquí los han usado, a veces, para identificar especies de árboles buscados. Y luego los talan. O para cazar animales concretos, y luego los encarcelan por ilegales. Les engañan. Ellos ya no confían". Y sí: hay algunos que trabajan dentro de las explotaciones. "¿Qué otra cosa pueden hacer?".
Luego, Martin Sigawie, de la tribu bimo, nos acerca hasta Akambi, donde ayer nació el pequeño baka Banguy Heman, de padres documentados, con nombre y apellido. "Un corto trecho, primero; otro largo, después, y llegamos", dice Martin. Pero anda tan deprisa que es difícil seguirle. La hilera de personas detrás se deshilacha. De nuevo surge la imagen del gorila, la víbora o el mono al acecho. Pero mucho rato, mucho calor y mucha selva después, quienes aparecen son Madeleine Ayola, Madeleine a secas, Emiliane y su bebé, y Mary. Ninguna mayor de 14. No saben leer o escribir, nunca han visto una cámara digital, ni contemplado su propia imagen, o escuchado su voz. A la blanca extranjera visitante le enseñan sus casas, sus bebés, sus ropas... Se sientan luego a mirar. Y cantan. Sin remedio, hay que preguntarse qué será de ellas.
Y en el medio del claro, solos, rodeados de árboles inabarcables, cuenta Martin que el poder aquí pasa de padres a hijos, pero que el jefe bantú de Nyabonga, el poblado más cercano, afirma que si el bosque es de todos y los baka estaban ya antes en él, suyo es. Y eso es un paso. Aunque sea pigmeo.
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