Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens |
En marzo de este año, un valeroso grupo de veteranos ayudó a comprender lo que es la guerra en un histórico evento realizado en Silver Spring, Maryland, inspirado por veteranos de Vietnam de una generación antes. “Soldado de Invierno: Iraq y Afganistán” reunió a más de 200 soldados que han servido en la así llamada “Guerra contra el Terror.” Como otros soldados antes que ellos, que compartieron historias que pusieron al desnudo la pesadilla de Vietnam, esos veteranos dieron testimonio sobre los crímenes que han sido cometidos en nombre de los estadounidenses durante la ocupación de Iraq y Afganistán. Las audiencias duraron cuatro días; en sus testimonios, los soldados describieron como el descarte de las reglas de enfrentamiento de las fuerzas armadas y su sistemática deshumanización de civiles iraquíes y afganos ha llevado a horribles actos de violencia contra hombres, mujeres y niños inocentes. “No se trata de incidentes aislados,” fue un refrán común, incluso cuando los episodios que describían parecían excepcionalmente brutales. Para muchos de los veteranos, fue la primera vez que habían relatado sus historias.
Ahora, el abrasador testimonio ha sido compilado en un importante nuevo libro: “Winter Soldier: Iraq and Afghanistan: Eyewitness Accounts of the Occupation” [Soldado de invierno; Iraq y Afganistán: Relatos de la ocupación por testigos presenciales], editado por Aaron Glantz y publicado por Haymarket Books. Os aliento fervorosamente a comprar el libro, de preferencia a través del sitio en la Red de Iraq Veterans Against the War, que organizó las audiencias de Winter Soldier y sigue realizando eventos similares en ciudades en todo el país. Todos los ingresos de libros comprados a través de IVAW irán en apoyo a su trabajo crucial.
El siguiente pasaje es de Michael Prysner, cabo en la Reserva del Ejército quien volvió a casa en febrero de 2004.
-- Liliana Segura, Editora, War on Iraq Special Coverage
20/10/2008 "Alternet" – Cuando me alisté en el ejército, me dijeron que el racismo ya no existe en las fuerzas armadas. Un legado de desigualdad y de discriminación fue repentinamente eliminado por algo llamado el Programa de Igualdad de Oportunidades [EO]. Nos sentábamos en clases obligatorias, y cada unidad tenía un representante de EO para asegurar que no volverían a aparecer elementos de racismo. El ejército parecía firmemente dedicado a aplastar todo indicio de racismo.
Entonces ocurrió el 11 de septiembre, y comencé a escuchar nuevas palabras como “cabeza de toalla” y “jockey de camellos,” y el más inquietante: “nigger de las arenas.” Al principio esas palabras no provenían de otros soldados rasos alistados, sino de mis superiores: el sargento de mi pelotón, mi sargento primero, el comandante de mi batallón. Para toda la cadena de comando, esos ponzoñosos términos racistas eran repentinamente aceptables.
Cuando llegué a Iraq en 2003, aprendí una nueva palabra: “haji.” Haji era el enemigo. Haji era cada iraquí. No era una persona, un padre, un maestro, o un trabajador. Es importante que se comprenda de donde proviene esa palabra. Para los musulmanes, lo más importante es hacer un peregrinaje a La Meca: el Haji. El que ha hecho el peregrinaje a La Meca es un haji. Es algo que, en el Islam tradicional, es el mayor llamado de la religión. Tomamos lo mejor del Islam y lo convertimos en lo peor.
Desde la creación de este país, el racismo ha sido utilizado para justificar la expansión y la opresión. Los americanos nativos eran llamados “salvajes,” los africanos eran llamados toda clase de cosas para excusar la esclavitud, y los veteranos de Vietnam conocen la multitud de palabras utilizadas para justificar esa guerra imperialista.
Así que haji es la palabra que usábamos. Era la palabra que usamos en esa misión en particular de la que voy a hablar. Hemos oído hablar mucho de incursiones, de romper puertas a patadas en las casas de la gente y del saqueo de sus casas, pero ésta era una incursión de un tipo diferente.
Nunca nos daban alguna explicación por nuestras órdenes. Sólo nos decían que un grupo de cinco o seis casas era ahora de propiedad de los militares de EE.UU., y que teníamos que ir y hacer que esas familias se fueran de sus casas.
Íbamos a esas casas e informábamos a las familias que sus hogares ya no eran suyos. No les dábamos ninguna alternativa, ni dónde ir, ni compensación. Se veían muy confundidos y muy asustados. No sabían qué hacer y no se iban, así que teníamos que sacarlos.
Una familia en particular, una mujer con dos niñas pequeñas, un hombre muy anciano, y dos hombres de mediana edad: los arrastramos de su casa y los arrojamos a la calle. Arrestamos a los hombres porque se negaron a partir, y los enviamos a la prisión.
Unos pocos meses después lo descubrí, ya que nos faltaban interrogadores y me dieron esa tarea. Supervisé y participé en cientos de interrogatorios. Recuerdo uno en particular que compartiré con ustedes. Fue el momento que me mostró realmente la naturaleza de esa ocupación.
Ese detenido en particular ya había sido desnudado hasta la ropa interior, con las manos detrás de su espalda y un saco de arena sobre la cabeza. Nunca vi su cara. Mi tarea era tomar una silla plegable de metal y golpearla contra el muro junto a su cabeza – enfrentaba el muro y su nariz lo tocaba – mientras otro soldados gritaba una y otra vez la misma pregunta. No importa cuál fuera su respuesta, mi tarea era golpear ruidosamente la silla contra el muro. Lo hicimos hasta que nos cansamos.
Me dijeron que me asegurara de que se mantuviera de pie, pero algo iba mal con su pierna. Estaba herido, y se caía todo el tiempo al suelo. Llegaba el sargento a cargo y me decía que lo volviera a poner de pie, así que tenía que recogerlo y ponerlo contra el muro. Se caía continuamente. Yo lo agarraba continuamente y lo colocaba contra el muro. Mi sargento estaba furioso conmigo porque no lograba que siguiera de pie. Lo agarró y lo golpeó varias veces contra el muro. Y se fue. Cuando el hombre volvió a caer al suelo, noté que corría sangre por debajo del saco de arena. Dejé que se sentara, y cuando vi que mi sargento volvía de nuevo, le dije rápidamente que volviera a pararse. En lugar de proteger a mi unidad contra ese detenido, me di cuenta de que estaba protegiendo al detenido contra mi unidad.
Me esforcé considerablemente en sentirme orgulloso por mi servicio, pero todo lo que podía sentir era vergüenza. El racismo ya no podía disfrazar la realidad de la ocupación. Son seres humanos. Desde entonces me persigue la culpa. Me siento culpable cada vez que veo a un hombre anciano, como el que no podía caminar a quien lo echamos a una camilla y dijimos a la policía iraquí que se lo llevara. Me siento culpable cada vez que veo a una madre con sus hijos, como la que lloraba histéricamente y gritaba que éramos peores que Sadam cuando la expulsamos de su hogar. Me siento culpable cada vez que veo a una muchacha joven, como la que agarré del brazo y arrastré a la calle.
Nos dijeron que combatíamos a terroristas; el verdadero terrorista era yo, y el verdadero terrorismo es esa ocupación. El racismo dentro de las fuerzas armadas ha sido desde hace tiempo un instrumento importante para justificar la destrucción y ocupación de otro país. Sin el racismo, los soldados se darían cuenta de que tienen más en común con el pueblo iraquí que con los multimillonarios que nos mandan a la guerra.
Arrojé a familias a la calle en Iraq, sólo para volver a casa y encontrar a familias arrojadas a la calle en este país, en esta trágica crisis de ejecuciones hipotecarias. Nuestros enemigos no están a 8.000 kilómetros, están aquí mismo, en casa, y si nos organizamos y luchamos, podemos detener esa guerra, podemos detener a este gobierno, y crear un mundo mejor.
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Aaron Glantz es autor de dos libros a ser publicados próximamente sobre Iraq: “The War Comes Home: Washington's Battle Against America's Veterans” (UC Press) y “Winter Soldier: Iraq and Afghanistan” (Haymarket). Edita el sitio en la Red; WarComesHome.org.
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